Por Lemay Padrón Oliveros
De mis primeras clases de fotografía en la Universidad, con el eterno
Peroga, recuerdo la definición del instante preciso: aquel momento que
se va y no vuelve más, como dice la canción, y el cual marca el momento
exacto en que debes apretar el obturador, porque si no perderás la
instantánea perfecta.
En estos días de Panamericanos el concepto ha regresado a mi mente
con fuerza, pero no relacionado con el invento que nos legó el francés
Daguerre y otros precursores en el siglo XIX, sino con la exactitud que
se precisa para alcanzar a veces una victoria en el deporte.
Especialmente lo he visto en el taekwondo, donde los oros de Yania
Aguirre y José Ángel Cobas han estado marcados por una precisión
milimétrica para golpear a sus rivales, justo cuando el tiempo del
combate agoniza, y llevarse el triunfo, en estos casos sinónimos del
máximo metal.
Nada me ha emocionado más en estos Juegos que esas dos patadas
espectaculares en los instantes finales de los duelos por los títulos,
cuando los nuestros han estado debajo, pero nunca vencidos.
La táctica que tan mal funcionó en otras disciplinas, en el taekwondo
se ha mostrado brillante, y por eso ha dado estas inmensas alegrías.
La final de Cobas además tuvo el extra de que los árbitros se
equivocaron tres veces a favor de Cuba (algo bien raro en cualquier tipo
de torneo, salvo que se celebre aquí), y en las tres el entrador rival
apeló al video y ganó la reclamación.
También apeló la última, pero ya lo dice el dicho, a la tercera va la
vencida, y ya ganar una cuarta consulta hubiera sido cosa de ciencia
ficción, además de implicar la inmediata democión de los imparciales
actuantes en el combate por ceguera permanente.
He aquí un excelente ejemplo de lo útil que resulta la tecnología
para evitar injusticias en el deporte, y por eso extraña el rechazo de
algunas disciplinas a utilizarla. Yo al menos prefiero que se detengan
las acciones un par de minutos si es necesario, antes de proseguir
jugando luego de una equivocación arbitral.
Creo que Peroga no leerá esto, pero de cualquier forma seguro me
perdonaría por haber hecho esta analogía con uno de sus términos más
queridos.
Me da por pensar que a ellos les dijeron que la Copa empezaba
contra Paraguay, pero no les notificaron bien la fecha y en vez de
“ponerse las pilas” desde el 13 de junio, lo hicieron ahora.
Bueno, más vale tarde que nunca y todavía hay esperanzas. Con más
penas que glorias llegó hasta la semifinal el conjunto suramericano,
cuyo mejor jugador ha sido uno que ni siquiera contaba en los planes del
seleccionador cuando el pasado año fueron subcampeones del mundo:
Javier Pastore. El flaco ha brillado con Argentina como en sus mejores
tiempos de la Liga italiana y la más reciente temporada en Francia,
donde le costó trabajo adaptarse tras la mudanza al París Saint Germain.
Digo Pastore porque el otro es el de siempre: su tocayo
Mascherano, ese que prácticamente no tiene partidos malos, y mucho menos
cuando defiende la casaca de su país. Dentro y fuera del campo, con
balón y sin balón, sigue siendo el alma del conjunto argentino, aunque
le hayan arrebatado injustamente el brazalete de capitán.
Si defensivamente Argentina sigue siendo casi inexpugnable es en
buena medida por el trabajo de secante del Masche y su yunta Lucas
Biglia, ambos escasos de fútbol creativo, pero muy eficientes en la
contención. Total, se suponía que Argentina estaba sobrada de talento
para el ataque. Tan sobrada que no convocaron a Carlos Tévez para el
Mundial, y ahora parece como si tampoco existiera.
¿Y Lionel Messi qué? Bien, gracias. Si Argentina ha sido tacaña
futbolísticamente, el rey de la tacañería es Messi, que tiene apenas un
gol (de penal) y aunque ha contribuido bastante en el juego colectivo,
está en ese equipo para mucho, muchísimo más. A lo mejor necesita acabar
de ganar un título con Argentina para terminar de soltarse cuando viste
de albiceleste. Ya veremos si al final levanta esta Copa.