Por
Lemay Padrón Oliveros
Todavía frescas en mi mente están las imágenes de finales de agosto
de 2008, cuando Roniel Iglesias veía trunco su sueño de coronarse en
unos Juegos Olímpicos.
No era nadie, como se dice, pero llevaba en sí las ansias del monarca
y la fe en que sus puños lo llevarían a lo más alto del Olimpo, pero no
pudo ser.
Totalmente contrariado, Roniel exteriorizaba en la zona mixta del
Estadio de los Trabajadores de Beijing su frustración por no haber
podido zafarse del pegajoso tailandés Manus Boonjumnong en una de las
semifinales de los 64 kilogramos, y se quedó en bronce.
Era su primera gran competencia, pero estaba consciente de que tenía
la calidad necesaria como para imponerse, como demostró unos meses
después al ganar el Mundial de Milán-2009.
El sueño debió postergarse y estuvo incluso a punto de diluirse antes
de poder hacerse realidad porque fue Roniel el último de los
clasificados del boxeo cubano a la cita de Londres-2012.
Pero una vez montado en el tren no iba a ser fácil bajarlo, y lo
demostró al pasar por encima del vigente campeón mundial, el brasileño
Everton Lopes, y del subcampeón, el ucraniano Denis Berynchik, el mismo
que lo eliminó en la pasada justa del orbe y lo condenó a buscar el
boleto estival en el certamen continental de Río de Janeiro.
Durante casi todo el 2011 Roniel llevó un pelado que dejaba ver los
cinco aros olímpicos, señal inequívoca de dónde estaba su Norte. Para
2012 se lo quitó, pero ya los anillos habían penetrado por su parietal y
formaban parte de su anatomía: nada los podía sacar de ahí.
El ring de la Arena ExCel lo vio brillar en su máximo esplendor desde
el primer día hasta el último, derrochando maestría ante cualquier
contrario y en cualquier distancia, lo mismo al ataque que a la defensa,
para que esta vez nadie le tronchara el camino a la gloria.
Todavía al pinareño le queda mucha cuerda para mantenerse en el arte
de los puños, pero ya puede decir que se hizo justicia.
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