Río de Janeiro.- Nadie con un mínimo afán aventurero y vocación de turista puede dejar a esta ciudad fuera de su itinerario de lujo.
En el caso de mi generación y la
inmediatamente anterior quizás la primera referencia a la Ciudad Maravillosa
fue una mediocre película de Hollywood titulada Échale la culpa a Río.
Esa de cuando Demi Moore era solamente la
amiga de la protagonista y no estaba ni remotamente cerca del superestrellato
que alcanzaría gracias a Ghost, ese clásico del cine romántico contemporáneo.
Los años pasaron y la capital carioca fue
convirtiéndose ante mis ojos en un lugar al que tendría que ir sí o sí, y por
mi profesión algo me decía que tarde o temprano lo lograría.
Llegué a esta geografía donde el sol se pone
a las cinco de la tarde con gran ilusión, pero la inflación y las protestas
populares empañaron mi idílica imagen.
Los exorbitantes precios, que hacen de esta
una de las ciudades más caras del mundo, pueden complicar a Brasil en su afán
de hacer un buen Mundial de fútbol en 2014 y unos buenos Juegos Olímpicos en
2016.
Además de encarecer vuelos, alojamientos y
movilidad interna (léase metro, autobuses y taxis), crece el clima de
inconformidad popular que ya tuvo su primer estallido con la Copa Confederaciones,
y no se ha apagado.
Adquirir cualquier producto aquí es peor que
hacerlo en Europa, y ni siquiera se encuentran cambios significativos al buscar
un barrio periférico; es sencillamente traumatizante para quien viene con el
bolsillo corto.
Lo que sí no tiene precio es el calor de su
gente, tan amistosa que me hizo sentir como si no hubiera abandonado las cálidas
aguas del Caribe para aterrizar en una urbe que va de lleno hacia el invierno.
Desde el que te encuentra en la calle y te
ayuda a encontrar una dirección, hasta el funcionario público y la chica que
agradece un piropo, todos son adorables.
Por cierto, las chicas no andan en topless
en Copacabana como en aquella película, pero igual resultan insoslayables por
su belleza.
Así es muy difícil no encariñarse con esta
gigantesca metrópoli. En fin, ¿a quién voy a engañar? La culpa no es de Río,
sino mía.
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