Nunca me gustó llamarle por su apodo de la niñez, sino apenas Teo,
pero eso no me lo hizo menos entrañable. El multicampeón Teófilo Stevenson no era gente de formalismos, y romper el hielo era bien fácil
con él.
Por eso era admirado y querido por tanta gente, independientemente de los méritos que se ganó a puñetazo limpio sobre los cuadriláteros de todo el mundo.
De su savia bebí varias veces, incluso en medio de torneos nacionales y foráneos, porque no se perdía una ocasión para apreciar en vivo a quienes siguieron su senda, con aquella nostalgia del que quiere y ya no puede encaramarse en el ring.
Sin embargo, desde su posición no le faltaban consejos a todo aquel que se los pedía, ni el abrazo a todos sus seguidores, de Guantánamo a Pinar del Río.
Fuera de Cuba era también toda una leyenda, y como tal lo invitaban a cualquier tipo de competencia, desde Mundiales de boxeo hasta Juegos Olímpicos, donde brilló con luz propia al adueñarse de los fajines en Munich-1972, Montreal-1976 y Moscú-1980. Pudo haber sido incluso el único con cuatro cetros estivales de haber asistido a Los Ángeles-1984, como demostró al ganar luego el Mundial de Reno-1986, pero esa es la historia que no fue. La que hizo con sus propios puños dejó una marca indeleble en la historia del deporte en este planeta.
A mí me utilizó hasta de traductor en Beijing, cuando eran constantes los reclamos de periodistas extranjeros por preguntarle sobre su vida, el presente y el futuro del boxeo cubano.
Es mejor malo conocido que bueno por conocer, me dijo entre risas en ese momento, suspicaz ante la traducción de alguien ajeno que pudiera malinterpretar sus palabras. Y lo hizo más bien para asegurarse, porque entendía perfectamente todas las preguntas y su temor estaba más bien a la hora de responder, porque nunca practicaba.
La imagen que me quedará de él será sobre todo esa, la de verse rodeado por decenas de admiradores lo mismo en un gimnasio que en un aeropuerto, haciendo honor a ese himno del club inglés Liverpool: You will never walk alone (Nunca caminarás solo).
Quizás su frase más célebre fue aquella de que millones de dólares no los cambiaba por el amor de millones de cubanos. Ahora que se nos fue físicamente su gente no le va a hacer quedar mal.
Por eso era admirado y querido por tanta gente, independientemente de los méritos que se ganó a puñetazo limpio sobre los cuadriláteros de todo el mundo.
De su savia bebí varias veces, incluso en medio de torneos nacionales y foráneos, porque no se perdía una ocasión para apreciar en vivo a quienes siguieron su senda, con aquella nostalgia del que quiere y ya no puede encaramarse en el ring.
Sin embargo, desde su posición no le faltaban consejos a todo aquel que se los pedía, ni el abrazo a todos sus seguidores, de Guantánamo a Pinar del Río.
Fuera de Cuba era también toda una leyenda, y como tal lo invitaban a cualquier tipo de competencia, desde Mundiales de boxeo hasta Juegos Olímpicos, donde brilló con luz propia al adueñarse de los fajines en Munich-1972, Montreal-1976 y Moscú-1980. Pudo haber sido incluso el único con cuatro cetros estivales de haber asistido a Los Ángeles-1984, como demostró al ganar luego el Mundial de Reno-1986, pero esa es la historia que no fue. La que hizo con sus propios puños dejó una marca indeleble en la historia del deporte en este planeta.
A mí me utilizó hasta de traductor en Beijing, cuando eran constantes los reclamos de periodistas extranjeros por preguntarle sobre su vida, el presente y el futuro del boxeo cubano.
Es mejor malo conocido que bueno por conocer, me dijo entre risas en ese momento, suspicaz ante la traducción de alguien ajeno que pudiera malinterpretar sus palabras. Y lo hizo más bien para asegurarse, porque entendía perfectamente todas las preguntas y su temor estaba más bien a la hora de responder, porque nunca practicaba.
La imagen que me quedará de él será sobre todo esa, la de verse rodeado por decenas de admiradores lo mismo en un gimnasio que en un aeropuerto, haciendo honor a ese himno del club inglés Liverpool: You will never walk alone (Nunca caminarás solo).
Quizás su frase más célebre fue aquella de que millones de dólares no los cambiaba por el amor de millones de cubanos. Ahora que se nos fue físicamente su gente no le va a hacer quedar mal.
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